Uncanny Valley – http://wp.me/p5oV67-dS
Este es un relato de Daniela Guzmán la cuál aparece como primer autor invitado del año.
Puedes visitar su blog en el enlace de arriba.
Blas y yo habíamos sido amigos desde la preparatoria y yo le tenía cierto aprecio, sí, pero pedirme que me creyera esa bufonada de que se había convertido en artista era ir demasiado lejos. Vamos, que el de la pinta de artista siempre fui yo. En nuestros días de bachillerato, yo arrastraba a Blas a todas las exposiciones colectivas que se me ponían enfrente; entonces me quedaba mirando esos lienzos ridículos que le hacían burla al papa o al capitalismo y los reporteros me preguntaban “joven, ¿usted es el autor de la obra?”
Yo, claro, les decía que no, o a veces les decía que sí, pero eso no es lo importante. Lo importante es que a mí me pasaban esas cosas y a Blas, bueno, a Blas más bien se le acercaban los policías para preguntarle si se había perdido y si no querían que lo acompañaran a su casa. Blas tenía pinta de estar perdido en todo lugar y a menudo era yo quien tenía que ir a rescatarlo y decirle a los policías no, señor, este chico no se perdió, viene conmigo.
Y como Blas y yo siempre tuvimos un somero parecido físico, los policías terminaban mirándome a mí con lástima, como si pensaran, “pobre chico, seguro ése es su hermano retrasado y tiene que ir cargando con él por todas partes”.
Por eso cuando Blas me dijo que se dedicaba a hacer arte no le creí ni la tercera parte de una palabra. Tú no tienes un pelo de artista, le dije. No te gusta el arte y no puedes dibujar ni siquiera un caracol, ¿cómo esperas que te crea eso de que eres artista?
Blas se calló. No porque se hubiese sentido ofendido sino porque ni siquiera me estaba escuchando. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y los ojos clavados en el hercúleo monitor de su laptop marca Toshiba. Hacía ruiditos frenéticos con el mouse y apretaba los labios hasta casi sangrárselos. Ese nivel de ausencia era raro hasta para él.
Cuando estuvimos en el bachillerato, Blas me escuchaba a veces. Y ahora que me lo encontraba en una mesita del centro de convenciones de la universidad, parecía que al tipo le interesaba más su Toshiba que hablar conmigo.
Anda, Blas, no seas huraño, le insistí. Tenemos más de seis años sin vernos, es normal que me sorprenda saber lo de tu nueva profesión. Pero está bien, Blas, lo entiendo. Yo también intenté pintar y nunca salió nada bueno de eso. No te dejes llevar. El arte es un constante fiasco. Por eso ya no estoy en ese mundo, pero qué va. Tal vez a ti te vaya mejor que a mí.
Blas levantó los ojos de su laptop por primera vez desde que nos habíamos encontrado, me dirigió algo que más que una mirada era apenas el roce de unos ojos ausentes y me dijo algo así como:
–El arte que hago yo no es así. Es de-otro-tipo.
–¿De-otro-tipo? –repetí yo.
–Sí, de otro –dijo él y volvió a guardar los ojos en su monitor.
De-otro-tipo, repetí sin mover los labios. Qué declaración tan ridícula, pensé. Lo miré con benevolencia y le pregunté qué quería decir con eso.
Ahora me arrepiento tal vez, de haberle hecho esa pregunta. Pero qué va, no sólo se lo pregunté, sino que encima Blas me dio una respuesta que no podía ser más contundente: como llevado por un deseo de demostrarme que no era ningún mequetrefe, aquella tarde Blas me condujo a su despacho y me mostró su obra.
La oficina de Blas se ubicaba en el sótano del edificio F, que era el último del complejo universitario. Mientras atravesábamos las zanjas de pasto para llegar hasta ahí, Blas no paró de hablarme.
Me dijo que hacía tres o cuatro años la universidad lo había buscado para que diera clases de una disciplina que sólo él conocía. Otros dos o tres sabían hacer algo similar aquí en la ciudad, pero ninguno valía la pena. Son todos unos farsantes, dijo, y añadió que, aunque daba clases, tampoco creía que era algo que se pudiera aprender.
–Ninguno de mis alumnos tiene el don que tengo yo –puntualizó.
Yo lo escuchaba sin mucho interés. Pensaba que Blas tenía la obligación de seguir siendo un pelele. No me creía que la universidad hubiera saltado sus murallas solamente para ir a buscarlo. Las universidades no hacen eso. Si no, con lo que yo sabía de arte, me habrían buscado a mí y no a él.
Para entrar a su oficina tuvimos que atravesar un pasillo oscuro, más bien una zanja vertical empotrada en la pared que nos despojaba de toda luz a medida que lo avanzábamos. Me pregunté si no habría alguna intención siniestra en aquel paseíto. Casi me arrepentí de haberme burlado de Blas. Me impacienté. El supuesto artista señaló un hueco que permanecía oculto al fondo del pasillo y me dijo pasa, allá adentro tengo mi obra.
Dudé un poco, pero entré. Blas me indicó una silla y yo tomé asiento como un ciervo que espera que le disparen.
Blas encendió una lámpara de escritorio y sólo entonces vi que estábamos en una oficina ordinaria. La silla en la que me había sentado miraba de frente hacia el monitor de una computadora de escritorio tan grande que hacía que la Toshiba portátil de Blas luciera como un triste microorganismo.
Blas la encendió mientras me decía que aquella tarde había estado en el centro de convenciones porque sus alumnos tenían un evento de desarrollo de videojuegos. Dijo que los videojuegos eran una de las aplicaciones de su tipo-de-arte, pero que ésa era una de las razones por las que no creía que ninguno de sus alumnos pudiera hacer algo de valor.
El problema es que ellos buscan en qué aplicarlo, dijo Blas. No entienden que el tipo de arte que les enseño yo es un fin en sí mismo. Todos ellos están equivocados.
La pantalla del ordenador terminó de encender y Blas me mostró algo que parecía ser un paisaje: un lomerío gris saturado de casas grises.
Al principio, el pobre contraste de la imagen no me permitió distinguir gran cosa, pero conforme me fui acostumbrando a ese apocamiento cromático noté que todo el cuadro llevaba encima una infamia de detalles: las lomas estaban salpicadas de helechos; las casitas tenían imposibles frisos, grietas, muros al alto y bajorrelieve y todo, en sí, tenía pinta de ser real. Pero al mismo tiempo ese realismo tañía una especie de falsedad indefinible, parecida a la de los reportajes de sucesos inexplicables que pasan a veces en las noticias.
Me pregunté si esto era lo que hacía Blas, si toda la faramalla que me había montado había sido solamente para decirme que era el paisajista oficial de una aldeíta ridícula y gris ubicada en un país que yo no conocía. Quise preguntarle pero me contuve. En lugar de eso le pregunté cualquier cosa:
–¿Lo pintaste de ojo, durante algún viaje?
Blas me respondió con una mirada vacía, reprobatoria, y luego se sentó en una silla que estaba delante de la mía. Tomó el mouse de la computadora y, mientras lo agitaba entre sus manos, me di cuenta de que el paisaje se movía. O más bien de que nosotros nos movíamos como si estuviéramos observando desde una cámara: los ángulos cambiaban, el campo de visión se volvía distinto y el paisaje allá, dentro del ordenador de Blas, permanecía constante. Le pregunté qué rayos era eso.
El fracasado me dijo que era una simulación digital de un entorno; que él había esculpido cada detalle utilizando herramientas digitales. Al escucharlo, me sentí como un imbécil. Una simulación por computadora, claro. Resultaba tan obvio que no supe por qué no se me había ocurrido antes.
Sin mirarme, Blas me dijo que eso no era todo. Hizo zoom con el mouse y me dejó ver que dentro de todas las casitas había personas: seres grises que sobresalían como promontorios encima de un entorno igual de gris.
Aquellos personajes tenían algo de incómodo y no estaba seguro de por qué. Quizás porque nosotros los estábamos mirando y ellos estaban atrapados ahí dentro, sometidos a una soledad y a una ausencia que estaba más allá de toda comprensión humana. Además ellos no podían mirarnos de regreso porque no tenían ojos. Lo que tenían en su lugar eran unas pulidísimas esferas, reducidas al simplismo de una expresión estéril. Me estremecí.
Pensé que esos ojos se parecían mucho a esa mirada anémica que ponía Blas al hablar conmigo. Me incomodé y tuve deseos de desviar la vista de la pantalla y mirar hacia cualquier sitio que no fuera esa aldea de seres que no estaban muertos pero que tampoco estaban vivos y que, más bien, hechos de pura información, no estaban en ninguna parte.
Posé los ojos en las paredes que eran aburridísimas porque Blas no tenía ningún afiche pegado ni nada que confirmase su identidad; pero que al menos constituían un lugar seguro. Blas no se dio cuenta de que yo ya no miraba su obra y creo que continuó recorriendo con el mouse ese paisaje inútil mientras me explicaba cosas que yo no sabía si quería saber.
Creo haberle escuchado preguntar si no me parecía asombroso que todo su trabajo estuviera hecho a base de puros polígonos. Yo le respondí cualquier cosa. En algún momento creo que le pregunté cuál era el propósito que perseguía su obra. La respuesta, si es que hubo